jueves, 29 de agosto de 2013

Tergiversaciones históricas oficiales


Hace poco tiempo atrás, dos conmemoraciones históricas importantes para la cultura argentina -como son el aniversario de fundación de la Universidad más antigua del país y el recordatorio del fallecimiento del creador de nuestra Bandera- nos mostraron a la máxima autoridad de la Nación realizando inexplicables paralelismos entre sus acciones de gobierno y el legado de algunos de los próceres de nuestra historia. 

Dicho accionar lamentable tiene como fundamento el modo en que el oficialismo entiende la política y la lleva a la práctica. Cualquier democracia debe dar espacio a la pluralidad de pensamiento, pues se entiende que dicha pluralidad enriquece a la sociedad y contribuye a evitar los despotismos.

A contrapelo de esto, y en consonancia con regímenes populistas históricos, el gobierno entiende que debe encabezar un proyecto político hegemónico y que ello implica aniquilar o al menos neutralizar a todos aquellos que pueden hacerle sombra al “modelo”.

Esta modalidad pregona una lógica sectaria, frontal y violenta que poco tiene que ver con la democracia. No puede llamarse democrática a una persona que ve enemigos a diestra y siniestra, pues en una democracia no hay enemigos a destruir sino adversarios que deben ser respetados para garantizar la pluralidad de voces y de intereses.

En el plano discursivo, esta lógica hegemónica se traduce en la apropiación -siempre en beneficio del “proyecto”- de todos los elementos culturales comunes que son sensibles a la idiosincrasia de los argentinos. Desde el fútbol, la música, la comida y también la historia.
Cualquier conmemoración histórica que dé lugar a una tribuna mediática parece servirle a la Presidente para llevar agua a su molino.

Cristina deviene entonces en una tergiversadora serial de ideales políticos, legados históricos y causas nobles. No le importa caer en inexactitudes o articular comparaciones que poco o nada se condicen con la realidad.

Da lugar a un uso político de la historia, cayendo en dos de los mayores errores que un historiador puede cometer: las falsas analogías y los anacronismos.

No interesa la ética ni la honestidad intelectual, lo único válido es aprovechar la ocasión para defenestrar a algún enemigo y apuntalar el relato, ocultando las deficiencias de gestión y los baches que muestra la realidad.

Muchos de los que estamos cerca del campo de lo histórico entendemos que esta lógica es abusiva y que no contribuye a un serio análisis del pasado ni al objetivo que debe guiar cualquier acto de conmemoración.

Frente a las diatribas de las autoridades políticas sólo nos queda el consuelo de saber que la historia es sabia porque muestra en su devenir que la verdad es hija del tiempo. 

Ortega y Gasset entendía que la historia semeja una melodía de experiencias y afirmaba que era necesario cantar la canción entera. Ese ha de ser el desafío de quienes deseen abordar contenidos históricos para conmemorar hitos y figuras de nuestro pasado que nos han dejado importantes legados para nuestro presente.

Y el desafío de cada ciudadano comprometido con nuestra raigambre cultural será estudiar concienzudamente la historia, haciendo de ella -como decía Arnold Toynbee- un agente eficaz para el despertar de nuestra conciencia nacional aletargada.

Andrés Abraham - DNI 34.625.419         

 (Carta al lector publicada por Diario Los Andes

martes, 18 de junio de 2013

Pensándolo bien

Se necesita un Alfonsín





Cuando el más peronista de los radicales arrasó en las urnas y lo hizo hasta en los barrios más humildes, yo no podía levantarme de la cama. Desde mis cándidos veinte años y desde la izquierda nacional donde entonces me sentía contenido, Raúl Alfonsín era el "candidato de la Coca-Cola", un reformista que no venía a cambiar nada. Todos nosotros estábamos perplejos: ¿cómo podía ser que los pobres del proletariado y la marginalidad hubieran olvidado la tradición peronista y hubiesen apostado por ese abogado de Chascomús? Visto ahora con la perspectiva que dan los años, la experiencia histórica y la evolución personal, Alfonsín no sólo fundó la democracia moderna y juzgó a los comandantes de la dictadura, sino que cambió muchas cosas esenciales de la patria. Fracasó, sin embargo, en la inserción que desde el Estado pudo haber tenido dentro de las zonas más pobres, quizás porque antes intentó democratizar al sindicalismo y los burócratas le cortaron el paso. Logró, con todo, modificar al peronismo: la renovación de esos años es hija de la cultura alfonsinista. El más peronista de los radicales creó de alguna manera al más radical de los peronistas: Antonio Cafiero. Si la hiperinflación no hubiera arrasado con ambos y, por lo tanto, alumbrado la era Menem, quizás los dos partidos mayoritarios hubieran llegado a una alternancia pacífica y fecunda entre una socialdemocracia y un socialcristianismo. No pudo ser, se perdió una oportunidad histórica, y a partir de esa derrota se sucedieron todos los dramas de la nueva decadencia argentina.
Pienso mucho en Alfonsín, en su potencia y convicción, en su talento y en su carisma, durante estos días de cacerolazos y denuncias de corrupción, porque siento que el único activo que le va quedando al Gobierno es la inexistencia de una contrafigura real y desafiante. Un líder crítico capaz de recoger los frutos que todas las semanas caen del carro bamboleante del kirchnerismo. Un amigo historiador me hizo esta analogía: "Es como si la oposición le infligiera daños al Gobierno desde las baterías, pero luego careciera de un jefe valiente y efectivo que termine la faena en el campo de batalla. Al no existir ese jefe, los kirchneristas se rehacen de los peores estragos, vuelven a formar en línea y vuelven a atacar". Que esta metáfora bélica no sugiera salvajismo, sólo estamos hablando de estrategias electorales e ideológicas. Hoy en día hay que aclarar todo el tiempo cada cosa.
También aclaremos que no me he vuelto radical y que no estoy llevando agua para el molino de Ricardo Alfonsín: lamentablemente el hijo de Raúl sólo inspira ternura. Apenas estoy explicando que quienes creemos de verdad en un bipartidismo y nos negamos a convalidar con resignación que la puja política se reduzca a una perpetua interna abierta entre peronistas, buscamos un Alfonsín. Y pronuncio ese apellido simplemente como sinónimo de alguien que tenía el fuego sagrado, que practicaba esa turbia pero imprescindible pasión por el poder, y que no eludía el barro, la audacia ni el cálculo. Algunas almas bellas y verbales de la actualidad creen que estas características son repugnantes, puesto que se las atribuyen apresuradamente sólo al kirchnerismo. Creo que están equivocados: deben adjudicárselas a la política con mayúsculas y al liderazgo. Esa turbia pero imprescindible pasión por el poder puede rastrearse en Felipe González, François Mitterrand, Lula da Silva, Michelle Bachelet y tantos otros líderes carismáticos de la democracia occidental.
Las almas bellas y muchos dirigentes de la oposición no peronista suelen caer también en un equívoco: hablan y escriben para los convencidos. Los expertos aseguran que aproximadamente un 20% de la sociedad jamás votará por el kirchnerismo y que otro 20% jamás dejará de votarlo. El resto fluctúa y decide el resultado de las elecciones. Ni más ni menos. La periodista Raquel San Martín, que estudió lo que denomina "el limbo político de los no alineados", asegura que en ese amplio grupo heterogéneo "conviven el desencantado y el indiferente, el ex kirchnerista cansado de las inconsistencias del relato y el ex opositor que pide un balance más equilibrado de la gestión K. Es un sector electoralmente volátil, sin identificación partidaria ni voceros que lo representen y que, según la encuesta que se mire, puede abarcar hasta el 45% de la población".
El pecado de algunos escribas virulentos e inflexibles, y también de algunas figuras de la oposición, consiste así en cazar dentro del zoológico. Como sacerdotes que sólo pueden hablarles a sus fieles, se refugian en una tranquilizadora pero estéril diatriba que sólo reafirma más a los convencidos, pero que deja completamente afuera a esa inmensa y ambigua mayoría que espera ser cautivada.
El periodista Héctor Guyot se preguntaba, hace unas semanas y no sin cierta angustia: "¿Para quién escribimos entonces?". Para quién, si en este país encapsulado los dos bandos parecen blindados en sus certezas y el diálogo se hace imposible. La bestialización populista produce, ya sabemos, esa contracara dogmática y esa conversación de sordos. Pasaron en el Bafici un magnífico documental sobre alguien a quien admiro desde muy chico, aunque muchas veces no coincido con él: Juan José Sebreli. En El Olimpo vacío se muestra la soledad de ese intelectual lúcido que enfrentó siempre los mitos, fervores y unanimidades de la veleidosa argentinidad, desde el Mundial 78 hasta Malvinas; desde Eva, Maradona, el Che y Gardel hasta el peronismo en sus múltiples variantes. Respetando esa soledad del que va siempre contra la corriente, creo que los escribas y los dirigentes de la oposición no deberían mimetizarse con Sebreli y confundir gordura con hinchazón. La soledad en el campo del pensamiento es encomiable; en el terreno de la política real resulta catastrófica. Y sé que ese documental sirvió como analgésico para algunos espíritus dogmáticos que reafirman su derecho a no ceder un ápice en su discurso furibundo. Tienen todo el derecho a hacerlo. El problema es que aquí de lo que se trata es de persuadir (para utilizar un verbo alfonsinista) a quienes no están convencidos, a quienes pueden "construir" un líder de la oposición y a quienes en definitiva deciden todas las elecciones.
Henrique Capriles lo entendió hace un tiempo, cuando venció internamente a los ultras del antichavismo para avanzar en el fangoso pero necesario terreno de las mayorías. No hizo "chavismo sin chavismo", pero tuvo que reconocer logros de Chávez, volverse plástico y pragmático, prometer que no todo iba a ser derribado y formular una propuesta superadora. Tuvo, en definitiva, que mojarse, como dirían los españoles, para no meterles miedo a muchos chavistas desencantados, para ser creíble entre los antichavistas que pretendían una visión más realista de lo que sucedía en Venezuela, para persuadir a los que estaban en ese limbo independiente y crucial. La performance de Capriles es impresionante, casi heroica, y ya lo era hace unos meses, cuando perdiendo logró ganar. Porque una cosa es ser derrotado y otra muy distinta es fracasar. Cristina Kirchner ganó con el 54% y fragmentó a todos los demás opositores, que no lograron siquiera erigirse como interlocutores de peso. Algunos incluso se encogieron a su mínima expresión, encerrados tercamente en sus verdades privadas, imitando a Sebreli, que no desea ser imitado. Luego muchos de ellos ni siquiera realizaron una autocrítica.
Hay un test fundamental para un opositor en la Argentina de hoy y tiene que ver con el sostenimiento o la cancelación de los once millones de planes sociales instaurados durante estos últimos doce años. Se trata de un tema espinoso, puesto que cualquiera (yo mismo) sabe lo nefasto que es el clientelismo y, a la vez, cualquiera se da cuenta de que ese mínimo derecho adquirido, esa revolución de la limosna intenta atemperar lo que el modelo económico kirchnerista no fue capaz de completar, ni siquiera con su famoso crecimiento a tasas chinas.
El equivalente de esos planes se denomina "misiones" en Venezuela, y Capriles prometió no eliminarlas, sino luchar contra la corrupción que existe en su reparto y también ponerlas en línea para que conduzcan a un mayor desarrollo productivo de las personas. La primera reacción de muchos de nuestros opositores sería recortar algunos de esos planes, símbolo del populismo berreta que se lleva a cabo en la Argentina. Ocurría algo parecido con la convertibilidad en épocas de Menem. Los opositores sugerían una y otra vez salir de ella, hasta que comprobaron que quien no sostuviera el 1 a 1 no tendría chances reales de ser alternativa, puesto que la mayoría de la sociedad estaba convencida de ese camino. Se puede decir que la Argentina se hundió en 2001 por haber aceptado ese condicionamiento de la sociedad independiente (yo no estaría tan seguro de esta simplificación), pero lo cierto es que la Alianza no hubiera podido derrotar al peronismo y llegar a la Casa Rosada sin esa garantía expresa.
La política verdadera, no la que se manifiesta en las redes sociales ni en los estudios de televisión, ni siquiera la que se lee en los libros, exige un realismo que no olvide los valores, pero que sí los ponga en contexto. Alfonsín sabía de qué se trataba este juego democrático: le pido perdón por no haberlo comprendido en su momento. Hoy tengo la intuición de que sin un líder de su envergadura que se adentre en esos territorios generales e inciertos, sin alguien que conduzca despojado de complejos y enamore con su persuasión, nuestro país seguirá lleno de espejismos y frustraciones en este callejón sin salida.
© LA NACION.

viernes, 21 de enero de 2011

La Participación de los jóvenes y la consolidación democrática

Colarse. Meterse. Ver el lugar. Entrar. Tener espacio y voz. Decir. Empezar el juego. Admirar. Encontrar a quién. Seguir a todas partes. Comprar un sueño. Regalar esperanzas. Ayudar. Hacer. Ponerse media pila. Creer. Crecer. No perderse. Encontrarse. Preguntar con la cabeza. Contestar con el corazón. Ser honesto también…
Así comienza Patricia Barral una nota publicada en el diario Perfil unos días después del fallecimiento de Raúl Alfonsín, cuando se vio a muchos jóvenes acompañando espontáneamente al líder fallecido en su velorio. A pesar de esta imagen, la nota fue titulada “La política no seduce a los jóvenes: el 74% ya no le da relevancia” y reflejaba los resultados de una encuesta hecha unos meses antes de aquel suceso donde un alto porcentaje de jóvenes se mostraba desinteresado por la participación política. La periodista sostuvo entonces que, luego de la convulsionada década de 1970 –donde se vio a los jóvenes pelear en la calle, el poder y en las conciencias- y del año 1983 –en que la recuperación democrática trajo un récord de afiliaciones a los partidos políticos-, la corrupción, la falta de espacios y la crisis de los partidos entre 1990 y 2001 llevó a que la juventud perdiese el interés por la participación y buscara dejar los asuntos políticos a “adultos curtidos y mañosos” para “ocuparse de cosas más divertidas”.
Luego de la “fiesta menemista” y del derrumbe institucional de 2001 la política se vio vapuleada y dejó de ser percibida como herramienta del cambio. Los sueños de los jóvenes, alejados de las utopías y volcados a la lógica individualista que impuso el neoliberalismo, viraron a cuestiones menos colectivas y a la realización de aportes sobre temas específicos en organizaciones no gubernamentales, marchas, grupos sociales, redes sociales o foros de Internet.
Sin embargo, muchos jóvenes optaron por ir contra la corriente y se involucraron –aunque no como antaño- en la participación política, a pesar del desgaste y la mala imagen que ello implicaba, con el desafío de sostener valores como la coherencia con los ideales, la solidaridad y la tolerancia, y procurando motivar a los congéneres a involucrarse en un proyecto para cambiar la realidad. Estos jóvenes, junto con los dirigentes que comandaron la vida política e institucional en tiempos del diluvio, contribuyeron a que el sistema de partidos sorteara la crisis institucional y lograra sobrevivir hasta la actualidad. Hoy está vigente un intento de recuperación de la vida interna y de la participación en los grandes partidos políticos, algo que se vio en las movilizaciones que siguieron a los velorios de los ex presidentes Alfonsín y Kirchner, más allá de las diferencias abismales que hubo entre ambos acontecimientos.
A pesar de ello, creo que la imagen no debe engañarnos. Porque una cosa es prestar nuestra adhesión –espontánea o no- al acompañamiento del cortejo fúnebre de un líder político y otra muy distinta es involucrarse con seriedad y responsabilidad en el debate y la solución de los problemas de la sociedad a través del canal de participación constitucional que son los partidos políticos. Considero que la recuperación de la política y de los partidos políticos de este último tiempo ha dejado en el tintero la tarea de encarar una estrategia seria para incorporar a sus ámbitos de debate, formación y participación a los jóvenes que mostraron alguna inquietud en los episodios vividos en estos últimos tiempos. Las movilizaciones y el debate juveniles son señales de que contamos con un caldo de cultivo que puede ser fructífero para la participación. Pero no hay que engañarse creyendo que la política se ha recuperado y que los jóvenes entran en masa a los partidos políticos a realizar sus sueños, creo que esa sería una visión ilusoria y conformista que no contribuye a que los jóvenes tengan el espacio y las oportunidades que merecen en la vida cívica.
Los jóvenes debemos recuperar la capacidad de soñar y la vocación por actuar que supieron tener en otras épocas las personas de nuestras edades. La historia nos muestra que en ciertas coyunturas de crisis y colapso la juventud supo rebelarse contra lo establecido y alzar una voz de reclamo pidiendo cambios que adecuaran la organización social y lo institucional a los nuevos tiempos que corrían.
Algunos ejemplos de estos alzamientos juveniles profundamente fructíferos son hoy hitos históricos que lograron trascender las fronteras de los lugares donde se desarrollaron, entre ellos la Reforma Universitaria de Córdoba y el Mayo Francés. ¿Qué tuvieron en común ambas insurrecciones juveniles? A mi criterio, en primer lugar, creo que se trató de jóvenes que se vieron excluidos de la toma de decisiones que los involucraban y los afectaban directamente. En segundo lugar, fueron jóvenes que se pusieron a la altura de las circunstancias y que demostraron que la juventud era capaz de organizarse y articular un discurso coherente, exigiendo el respeto de sus derechos y procurando salvar de una vez por todos los vicios del sistema frente a los cuales los adultos estaban tan acostumbrados. Ambas juventudes demostraron que era posible alzar la voz en un reclamo justo y que para cambiar las cosas había que ser utópico y exigir hasta lo imposible. En los hechos se mostró que cuando los jóvenes tienen ideales, son constantes en sus reclamos, se organizan, sostienen valores, creen en lo que hacen y exigen cosas sensatas, pasa a ser una necedad de los adultos el no escucharlos.
Estas cualidades y actitudes son –salvando la distancia temporal y el contexto sociopolítico- ejemplos a seguir para los jóvenes que hoy sufren las consecuencias y el impacto de la globalización y de eso que el filósofo polaco Zygmunt Bauman ha bautizado como “modernidad líquida”.
En el contexto actual de la posmodernidad, donde rige la fragmentación como regla (en lo social, lo político y lo educativo), la “cultura del zapping” como actitud frente a la vida (todo es efímero, no hay certezas, se busca el placer inmediato en las nimiedades sin ir a las cosas verdaderamente importantes) y el ideal de vida que la sociedad promueve – que según palabras de Castoriadis es “enriquézcase”-, la juventud se encuentra ante el enorme desafío de desoír el llamado a vivir centrados en el consumo y lograr salir de la anestesia capitalista que nos incita a quedarnos en lo superfluo. La sociedad entera está inserta en este esquema consumista y considero que sólo los jóvenes, con responsabilidad y visión de futuro, podemos sacarla del letargo.
Los jóvenes debemos abordar las cosas que nos afectan y tenemos que hacer oír nuestra voz a la sociedad. Debemos ser capaces de demostrar que podemos abordar los temas que nos aquejan, hablar de “cosas serias” con responsabilidad y sensatez y plantear soluciones concretas, poniéndonos a la altura de las circunstancias. La consolidación democrática depende en parte del modo en que logremos encarar nuestra participación fuera del snobismo y la venalidad con que la sociedad actual asocia a la juventud.
Hoy más que nunca tiene vigencia aquella frase de José Ingenieros que dice “juventud sin rebeldía es servidumbre precoz”. Los jóvenes necesitamos movilizarnos y despertar a nuestros pares de la ilusión del consumismo para acercarlos a la realidad y soñar con cambiarla. Debemos ejercitar una sana rebeldía que nos ayude a cuestionar aquellas certezas y parámetros establecidos que promueven la desigualdad y la fragmentación en el mundo. La “servidumbre precoz” de la que habla Ingenieros existe no sólo en forma de servilismo dócil a los postulados de los “adultos” que comandan el sistema y en el acomodamiento a lo vigente sin cuestionarlo, sino también en la actitud desinteresada frente a lo que pasa a nuestro alrededor. El individualismo pregonado por la sociedad actual lleva a que cada ciudadano se encierre en sí mismo, si conocer ni preocuparse por lo que le pasa al de al lado. Este individualismo es la base de la servidumbre y de la parálisis juvenil frente a lo que nos pasa. El desafío es repensar lo que nos pasa, iniciar un diálogo con nuestros pares y proponernos utopías ante un mundo que ha perdido la capacidad de soñar.
Otra frase señera que apuntala la importante labor que incumbe a los jóvenes argentinos del siglo XXI fue pronunciada por Raúl Alfonsín, quien sostuvo que su mensaje a los jóvenes siempre fue “sigan ideas, no sigan hombres”, contrastando la fugacidad de la vida humana con la permanencia de las ideas, y resaltando la importancia de prescindir de las lealtades personales en la vida democrática. Los jóvenes hemos de ser conscientes, gracias a esta frase, de que la democracia no se consolida mediante la adscripción de nuestra lealtad u obediencia política a un determinado dirigente sino a través de la formación, el estudio y la participación en debates donde podamos aportar nuestras visiones y discutir ideas. Los jóvenes no somos mensajeros ni botín de guerra de disputas internas, sino participantes autónomos que necesitan su propio espacio para desenvolverse en la participación política y en la vida democrática, tanto dentro de los partidos políticos como en áreas institucionales. Este espacio tenemos que ganarlo demostrando conductas ejemplares y responsabilidad. Si somos capaces de debatir los temas que nos involucran y podemos plantear cuestionamientos serios y sensatos a los dirigentes mayores y -a su vez- adherir y acatar a las decisiones correctas que se toman en las esferas de poder, estaremos dando señales explícitas de que podemos abordar con responsabilidad los temas que afectan a la sociedad y que estamos en condiciones de convertirnos en los dirigentes del mañana.
Participar implica formar parte activa de un proyecto de transformación y ello requiere de nuestra parte que seamos creativos, pensantes, proactivos, sinceros y, en cierto modo, soñadores. Debemos cimentar nuestra participación con valores como la honestidad, el respeto por la palabra, la solidaridad, la búsqueda del bien común, la tolerancia, y el respeto por el pluralismo y la diversidad de opiniones. La política necesita hacer a un lado las mezquindades y los intereses personales para volver a perseguir el bien común. Y estos valores y conductas ejemplares deben incorporarse ahora, porque cuando los jóvenes se transforman en adultos ya es demasiado tarde para cambiar sus hábitos y conductas. Aristóteles decía que la adquisición de determinados hábitos y costumbres por parte de los jóvenes no tiene poca importancia sino tiene una importancia absoluta. Las prácticas y aprendizajes que los ciudadanos incorporan como “normales” y “correctas” durante su juventud son las que realizan años después como dirigentes, sin ponerse a pensar en su moralidad o su concordancia con el bien común.
También considero fundamental que la juventud aprenda a debatir y a disentir “sanamente”, entendiendo que la participación implica muchas veces discrepar o diferenciarse para poder construir. Dice el filósofo francés Claude Lefort que “la democracia se caracteriza esencialmente por la fecundidad del conflicto”. Los jóvenes necesitamos aprender a plantear nuestro disenso en forma constructiva, para poder articular el día de mañana políticas y soluciones integrales a problemas específicos, con otros grupos o sectores políticos o sociales, sin quedarnos en la mezquindad y en la defensa sectaria de “lo propio”.
El desafío de participar y de involucrarse está más vigente que nunca y a mi parecer no faltan oportunidades. Sólo falta que los jóvenes nos decidamos de una vez por todas a ser protagonistas de nuestro tiempo, a saltar la valla de la incomunicabilidad que nos impone la modernidad y a plantearle a los adultos lo que pensamos con seriedad, coherencia y responsabilidad, invitándolos a desafiar lo establecido y a mostrar a sociedad que la juventud, como dijo alguna vez Mateo Alemán, no es un tiempo de vida sino un estado del espíritu.

Andrés Abraham – D.N.I. 34.625.419

(Ensayo presentado como trabajo final del Curso "Democracia" del Campus Virtual Arturo Illia)

viernes, 3 de diciembre de 2010

Radicales en la encrucijada (Por Luis Gregorcich*)

3/12/10 - Diario La Nación

Atrapado en el fulminante cambio de roles y la descolocación del discurso público que siguieron a la repentina muerte de Néstor Kirchner, el más antiguo partido político argentino, la Unión Cívica Radical, se debate entre un agotador internismo y la necesidad de contar con candidatos creíbles para las elecciones presidenciales de 2011. Ambas expresiones se contraponen y a la vez dependen la una de la otra.

El radicalismo ha ejercido, intermitentemente, papeles protagónicos en el último siglo (y un poco más) de historia argentina. Fundado en 1892 por Leandro Alem, una vez desmembrada la Unión Cívica, tuvo entre sus primeros sostenedores a un conglomerado de criollos viejos, núcleos de pequeños dirigentes del interior que habían apoyado al rosismo, y los integrantes menos afortunados de la elite liberal que gobernaba el país. Cuando Alem se suicidó, asumió la conducción del partido su sobrino, Hipólito Yrigoyen, que propugnaba una línea diferente para la agrupación.

Mientras Alem ponía como eje de la acción del nuevo partido el ethos , la ética, la moralidad de las conductas, Yrigoyen, lector y comentador del krausismo -versión atemperada del idealismo alemán-, fue sin embargo un jefe partidario más práctico que su tío, al elegir como estandarte de lucha la corrupción del régimen y el fraude electoral. Con ello implantó el partido en todas las provincias -lo que ocurría por primera vez- y extendió su base electoral a nuevos conglomerados de clase media, en su mayoría hijos de inmigrantes.

Lo demás es consabido. Gracias a la ley Sáenz Peña de sufragio (masculino) universal, Yrigoyen fue elegido presidente para el período 1916-22. Mantuvo la neutralidad en la Primera Guerra Mundial, defendió los recursos naturales del país (entre ellos, el petróleo) y consiguió cierto equilibrio político, aunque reprimió duramente reivindicaciones obreras en Buenos Aires y en la Patagonia. Lo sucedió Marcelo T. de Alvear (1922-28), de su mismo partido aunque de la corriente llamada antipersonalista, que le cedió nuevamente la presidencia en 1928.

A favor de la crisis y ruptura del orden económico internacional, y debido a sus propias torpezas, Yrigoyen fue depuesto por un golpe militar en 1930, al que apoyaron sectores conservadores y fascistas. Allí empieza un largo período que duraría hasta 1983 y que podría denominarse de "la Argentina inestable", interrumpido sólo por la aparición del segundo (cronológicamente hablando) gran partido y movimiento nacional, el peronismo. A la Unión Cívica Radical, lejos ya del ethos de Alem y del krausismo yrigoyeniano, le tocó desempeñar papeles arduos y deslucidos, si bien sus diputados batallaron contra la prepotencia peronista en el Congreso, y aunque pueden mencionarse dirigentes valiosos e influyentes como Ricardo Balbín, Arturo Frondizi (después pasado al desarrollismo), Arturo Illia, Crisólogo Larralde y Moisés Lebensohn.

En 1983, a la salida de la más sangrienta de las dictaduras militares, asume la presidencia, gracias al voto popular, el político que se convertirá, junto a Hipólito Yrigoyen, en uno de los dos dirigentes principales de todo el ciclo de vida de la Unión Cívica Radical: Raúl Alfonsín. ¿Cómo enfrentar la nueva etapa? ¿Cómo atacar el desencuentro nacional y la falta de éxito de un país supuestamente condenado al éxito?

En una película documental sobre la historia argentina, La República perdida , estrenada en esos días, y cuyo guión escribí, procuramos ofrecer algunas de las respuestas posibles a esas preguntas. Había que conquistar la democracia, pero sobre todo la democracia como una cuestión de duración, de permanencia y estabilidad. Tal propósito podría (debería) sostenerse por un sistema bipartidista, articulado en el peronismo y el radicalismo, cuya vigencia también estuviera asegurada en el tiempo. La experiencia de la Moncloa estaba presente. Junto con estos requisitos vendría la lucha incesante por una mayor calidad institucional y una política social y tributaria más justa.

Los 27 años transcurridos, aunque la democracia y las libertades básicas se han conservado, nos dejan un regusto más bien melancólico. El sistema político se ha desintegrado, y los partidos, en términos generales, carecen de representatividad. Sólo el peronismo, con sus mil disfraces, ha reforzado su vigencia. Los radicales, a veces dominados por mezquinos internismos, a veces enfrascados en singulares alianzas, a veces fascinados por candidaturas improbables, por lo menos han vuelto al ruedo y parecen dispuestos a organizarse como un partido moderno. ¿Alcanzará con el deseo?

En principio, el partido ha detenido la centrifugación ocurrida antes y después de la desastrosa performance en las elecciones presidenciales de 2003, y en que pareció que habría, no ya un radicalismo, sino varios fragmentos dispersos o absorbidos por otras fuerzas, nuevas o preexistentes. Poco a poco se ha podido observar, gracias a nuevas conducciones, una tendencia saludable a la unidad, que, salvo escapes ocasionales, parece hoy alcanzada.

Debe admitirse que la actitud del vicepresidente Julio Cobos, con su rebelión contra la transversalidad y el hegemonismo kirchneristas, introdujo en la escena un potencial candidato a la presidencia, devolviendo la esperanza política al conjunto del partido, al que Cobos se propuso retornar gradualmente. El sentido común, la amplitud ideológica, la capacidad de gestión demostrada durante su paso por la gobernación de Mendoza lo convirtieron en una figura apreciada por la opinión pública, que le agradeció, sobre todo, su ya famoso "voto no positivo". Pero como estas situaciones no se dan todos los días, y como Cobos debió enfrentar un feroz ataque combinado de los jefes del oficialismo a los que no supo qué contestar (ni supo hacer que otros contestaran por él), el estado de gracia empezó a decolorarse. El apoyo a Cobos se detuvo y más bien retrocedió. Hoy por hoy es un precandidato a la presidencia con escasas posibilidades de éxito.

La gran esperanza blanca del radicalismo es, en la actualidad, Ricardo Alfonsín, hijo del ex presidente y prácticamente su clon físico y político. Es lícito aprovechar estos parentescos cercanos, que en la Argentina se han dado, sobre todo, a través de sociedades conyugales (los Justo, los Perón, los Duhalde, los Kirchner); sin embargo, siempre habrá sutiles diferencias que los ciudadanos percibirán en el momento en que haga falta.

Se ha dicho que Ricardo Alfonsín pretende darle al radicalismo -y en esto es probable que crea seguir estrictamente la línea de su padre- un perfil socialdemócrata. Aquí podría iniciarse un debate. El término "socialdemocracia" empieza a tener peso después de la Segunda Internacional, en 1889, en especial con la creación del Partido Socialdemócrata alemán. Karl Kautsky será el principal teórico e impulsor, que propugna un camino reformista y pacífico al socialismo, al que se vincula con un crecimiento de la democracia y una plena aceptación del parlamentarismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, otro alemán, Willy Brandt, es uno de los fundadores, en 1951, en Fráncfort, de la Internacional Socialista, de orientación socialdemócrata, a la que el primer Alfonsín acercó al radicalismo.

¿Puede la Unión Cívica Radical ser calificada de socialdemócrata? Por empezar, como típico partido de la clase media, carece de uno de los rasgos esenciales de los partidos socialdemócratas: no representa a un sector amplio de la clase obrera, ni tiene relación íntima de por lo menos una parte del sindicalismo que la defiende. Quizás ésta sea una de las marcas del drama argentino: no haber podido crear, dentro del sistema político, un partido que a la vez esté cerca de las clases obreras y del aprecio por las instituciones, que promueva a la vez el reformismo parlamentario y la justicia social.

Con este planteo, parecería que el radicalismo, más que darse una rigurosa ubicación ideológica, debería seguir siendo un gran partido "a la argentina", es decir, no cerrado ideológicamente, movimientista, tendiendo la mano a derecha e izquierda, aunque sin perder su índole popular y social. De todos modos, Ricardo Alfonsín ha comenzado a construir un tejido de alianzas que parecen señalar un buen camino frente a la poderosa máquina electoral y económica del oficialismo, que en el presente aparece, gracias al período aún vigente del luto solidario, como imbatible. El tiempo dirá.

Mientras tanto, se ha nombrado como tercero en discordia, entre los precandidatos radicales, al presidente del partido, Ernesto Sanz. Se dijo de él que no tenía la suficiente instalación ni el conocimiento adecuado por parte de la opinión pública. Es cierto. Pero si todos terminaran convencidos de que es la persona más equilibrada e idónea para unir al partido y ampliar su expansión electoral, una eficaz y honesta campaña de no más de 180 días revertiría fácilmente esa tendencia. También hay que tenerlo en cuenta. Habrá que ver si el radicalismo hace honor a su historia o cede frente a circunstancias adversas.

*Luis Gregorich es un reconocido periodista y escritor, ha sido entre otras cosas guionista del documental "La República Perdida", Vicepresidente de la SADE y miembro de la APDH.