jueves, 29 de agosto de 2013

Tergiversaciones históricas oficiales


Hace poco tiempo atrás, dos conmemoraciones históricas importantes para la cultura argentina -como son el aniversario de fundación de la Universidad más antigua del país y el recordatorio del fallecimiento del creador de nuestra Bandera- nos mostraron a la máxima autoridad de la Nación realizando inexplicables paralelismos entre sus acciones de gobierno y el legado de algunos de los próceres de nuestra historia. 

Dicho accionar lamentable tiene como fundamento el modo en que el oficialismo entiende la política y la lleva a la práctica. Cualquier democracia debe dar espacio a la pluralidad de pensamiento, pues se entiende que dicha pluralidad enriquece a la sociedad y contribuye a evitar los despotismos.

A contrapelo de esto, y en consonancia con regímenes populistas históricos, el gobierno entiende que debe encabezar un proyecto político hegemónico y que ello implica aniquilar o al menos neutralizar a todos aquellos que pueden hacerle sombra al “modelo”.

Esta modalidad pregona una lógica sectaria, frontal y violenta que poco tiene que ver con la democracia. No puede llamarse democrática a una persona que ve enemigos a diestra y siniestra, pues en una democracia no hay enemigos a destruir sino adversarios que deben ser respetados para garantizar la pluralidad de voces y de intereses.

En el plano discursivo, esta lógica hegemónica se traduce en la apropiación -siempre en beneficio del “proyecto”- de todos los elementos culturales comunes que son sensibles a la idiosincrasia de los argentinos. Desde el fútbol, la música, la comida y también la historia.
Cualquier conmemoración histórica que dé lugar a una tribuna mediática parece servirle a la Presidente para llevar agua a su molino.

Cristina deviene entonces en una tergiversadora serial de ideales políticos, legados históricos y causas nobles. No le importa caer en inexactitudes o articular comparaciones que poco o nada se condicen con la realidad.

Da lugar a un uso político de la historia, cayendo en dos de los mayores errores que un historiador puede cometer: las falsas analogías y los anacronismos.

No interesa la ética ni la honestidad intelectual, lo único válido es aprovechar la ocasión para defenestrar a algún enemigo y apuntalar el relato, ocultando las deficiencias de gestión y los baches que muestra la realidad.

Muchos de los que estamos cerca del campo de lo histórico entendemos que esta lógica es abusiva y que no contribuye a un serio análisis del pasado ni al objetivo que debe guiar cualquier acto de conmemoración.

Frente a las diatribas de las autoridades políticas sólo nos queda el consuelo de saber que la historia es sabia porque muestra en su devenir que la verdad es hija del tiempo. 

Ortega y Gasset entendía que la historia semeja una melodía de experiencias y afirmaba que era necesario cantar la canción entera. Ese ha de ser el desafío de quienes deseen abordar contenidos históricos para conmemorar hitos y figuras de nuestro pasado que nos han dejado importantes legados para nuestro presente.

Y el desafío de cada ciudadano comprometido con nuestra raigambre cultural será estudiar concienzudamente la historia, haciendo de ella -como decía Arnold Toynbee- un agente eficaz para el despertar de nuestra conciencia nacional aletargada.

Andrés Abraham - DNI 34.625.419         

 (Carta al lector publicada por Diario Los Andes

martes, 18 de junio de 2013

Pensándolo bien

Se necesita un Alfonsín





Cuando el más peronista de los radicales arrasó en las urnas y lo hizo hasta en los barrios más humildes, yo no podía levantarme de la cama. Desde mis cándidos veinte años y desde la izquierda nacional donde entonces me sentía contenido, Raúl Alfonsín era el "candidato de la Coca-Cola", un reformista que no venía a cambiar nada. Todos nosotros estábamos perplejos: ¿cómo podía ser que los pobres del proletariado y la marginalidad hubieran olvidado la tradición peronista y hubiesen apostado por ese abogado de Chascomús? Visto ahora con la perspectiva que dan los años, la experiencia histórica y la evolución personal, Alfonsín no sólo fundó la democracia moderna y juzgó a los comandantes de la dictadura, sino que cambió muchas cosas esenciales de la patria. Fracasó, sin embargo, en la inserción que desde el Estado pudo haber tenido dentro de las zonas más pobres, quizás porque antes intentó democratizar al sindicalismo y los burócratas le cortaron el paso. Logró, con todo, modificar al peronismo: la renovación de esos años es hija de la cultura alfonsinista. El más peronista de los radicales creó de alguna manera al más radical de los peronistas: Antonio Cafiero. Si la hiperinflación no hubiera arrasado con ambos y, por lo tanto, alumbrado la era Menem, quizás los dos partidos mayoritarios hubieran llegado a una alternancia pacífica y fecunda entre una socialdemocracia y un socialcristianismo. No pudo ser, se perdió una oportunidad histórica, y a partir de esa derrota se sucedieron todos los dramas de la nueva decadencia argentina.
Pienso mucho en Alfonsín, en su potencia y convicción, en su talento y en su carisma, durante estos días de cacerolazos y denuncias de corrupción, porque siento que el único activo que le va quedando al Gobierno es la inexistencia de una contrafigura real y desafiante. Un líder crítico capaz de recoger los frutos que todas las semanas caen del carro bamboleante del kirchnerismo. Un amigo historiador me hizo esta analogía: "Es como si la oposición le infligiera daños al Gobierno desde las baterías, pero luego careciera de un jefe valiente y efectivo que termine la faena en el campo de batalla. Al no existir ese jefe, los kirchneristas se rehacen de los peores estragos, vuelven a formar en línea y vuelven a atacar". Que esta metáfora bélica no sugiera salvajismo, sólo estamos hablando de estrategias electorales e ideológicas. Hoy en día hay que aclarar todo el tiempo cada cosa.
También aclaremos que no me he vuelto radical y que no estoy llevando agua para el molino de Ricardo Alfonsín: lamentablemente el hijo de Raúl sólo inspira ternura. Apenas estoy explicando que quienes creemos de verdad en un bipartidismo y nos negamos a convalidar con resignación que la puja política se reduzca a una perpetua interna abierta entre peronistas, buscamos un Alfonsín. Y pronuncio ese apellido simplemente como sinónimo de alguien que tenía el fuego sagrado, que practicaba esa turbia pero imprescindible pasión por el poder, y que no eludía el barro, la audacia ni el cálculo. Algunas almas bellas y verbales de la actualidad creen que estas características son repugnantes, puesto que se las atribuyen apresuradamente sólo al kirchnerismo. Creo que están equivocados: deben adjudicárselas a la política con mayúsculas y al liderazgo. Esa turbia pero imprescindible pasión por el poder puede rastrearse en Felipe González, François Mitterrand, Lula da Silva, Michelle Bachelet y tantos otros líderes carismáticos de la democracia occidental.
Las almas bellas y muchos dirigentes de la oposición no peronista suelen caer también en un equívoco: hablan y escriben para los convencidos. Los expertos aseguran que aproximadamente un 20% de la sociedad jamás votará por el kirchnerismo y que otro 20% jamás dejará de votarlo. El resto fluctúa y decide el resultado de las elecciones. Ni más ni menos. La periodista Raquel San Martín, que estudió lo que denomina "el limbo político de los no alineados", asegura que en ese amplio grupo heterogéneo "conviven el desencantado y el indiferente, el ex kirchnerista cansado de las inconsistencias del relato y el ex opositor que pide un balance más equilibrado de la gestión K. Es un sector electoralmente volátil, sin identificación partidaria ni voceros que lo representen y que, según la encuesta que se mire, puede abarcar hasta el 45% de la población".
El pecado de algunos escribas virulentos e inflexibles, y también de algunas figuras de la oposición, consiste así en cazar dentro del zoológico. Como sacerdotes que sólo pueden hablarles a sus fieles, se refugian en una tranquilizadora pero estéril diatriba que sólo reafirma más a los convencidos, pero que deja completamente afuera a esa inmensa y ambigua mayoría que espera ser cautivada.
El periodista Héctor Guyot se preguntaba, hace unas semanas y no sin cierta angustia: "¿Para quién escribimos entonces?". Para quién, si en este país encapsulado los dos bandos parecen blindados en sus certezas y el diálogo se hace imposible. La bestialización populista produce, ya sabemos, esa contracara dogmática y esa conversación de sordos. Pasaron en el Bafici un magnífico documental sobre alguien a quien admiro desde muy chico, aunque muchas veces no coincido con él: Juan José Sebreli. En El Olimpo vacío se muestra la soledad de ese intelectual lúcido que enfrentó siempre los mitos, fervores y unanimidades de la veleidosa argentinidad, desde el Mundial 78 hasta Malvinas; desde Eva, Maradona, el Che y Gardel hasta el peronismo en sus múltiples variantes. Respetando esa soledad del que va siempre contra la corriente, creo que los escribas y los dirigentes de la oposición no deberían mimetizarse con Sebreli y confundir gordura con hinchazón. La soledad en el campo del pensamiento es encomiable; en el terreno de la política real resulta catastrófica. Y sé que ese documental sirvió como analgésico para algunos espíritus dogmáticos que reafirman su derecho a no ceder un ápice en su discurso furibundo. Tienen todo el derecho a hacerlo. El problema es que aquí de lo que se trata es de persuadir (para utilizar un verbo alfonsinista) a quienes no están convencidos, a quienes pueden "construir" un líder de la oposición y a quienes en definitiva deciden todas las elecciones.
Henrique Capriles lo entendió hace un tiempo, cuando venció internamente a los ultras del antichavismo para avanzar en el fangoso pero necesario terreno de las mayorías. No hizo "chavismo sin chavismo", pero tuvo que reconocer logros de Chávez, volverse plástico y pragmático, prometer que no todo iba a ser derribado y formular una propuesta superadora. Tuvo, en definitiva, que mojarse, como dirían los españoles, para no meterles miedo a muchos chavistas desencantados, para ser creíble entre los antichavistas que pretendían una visión más realista de lo que sucedía en Venezuela, para persuadir a los que estaban en ese limbo independiente y crucial. La performance de Capriles es impresionante, casi heroica, y ya lo era hace unos meses, cuando perdiendo logró ganar. Porque una cosa es ser derrotado y otra muy distinta es fracasar. Cristina Kirchner ganó con el 54% y fragmentó a todos los demás opositores, que no lograron siquiera erigirse como interlocutores de peso. Algunos incluso se encogieron a su mínima expresión, encerrados tercamente en sus verdades privadas, imitando a Sebreli, que no desea ser imitado. Luego muchos de ellos ni siquiera realizaron una autocrítica.
Hay un test fundamental para un opositor en la Argentina de hoy y tiene que ver con el sostenimiento o la cancelación de los once millones de planes sociales instaurados durante estos últimos doce años. Se trata de un tema espinoso, puesto que cualquiera (yo mismo) sabe lo nefasto que es el clientelismo y, a la vez, cualquiera se da cuenta de que ese mínimo derecho adquirido, esa revolución de la limosna intenta atemperar lo que el modelo económico kirchnerista no fue capaz de completar, ni siquiera con su famoso crecimiento a tasas chinas.
El equivalente de esos planes se denomina "misiones" en Venezuela, y Capriles prometió no eliminarlas, sino luchar contra la corrupción que existe en su reparto y también ponerlas en línea para que conduzcan a un mayor desarrollo productivo de las personas. La primera reacción de muchos de nuestros opositores sería recortar algunos de esos planes, símbolo del populismo berreta que se lleva a cabo en la Argentina. Ocurría algo parecido con la convertibilidad en épocas de Menem. Los opositores sugerían una y otra vez salir de ella, hasta que comprobaron que quien no sostuviera el 1 a 1 no tendría chances reales de ser alternativa, puesto que la mayoría de la sociedad estaba convencida de ese camino. Se puede decir que la Argentina se hundió en 2001 por haber aceptado ese condicionamiento de la sociedad independiente (yo no estaría tan seguro de esta simplificación), pero lo cierto es que la Alianza no hubiera podido derrotar al peronismo y llegar a la Casa Rosada sin esa garantía expresa.
La política verdadera, no la que se manifiesta en las redes sociales ni en los estudios de televisión, ni siquiera la que se lee en los libros, exige un realismo que no olvide los valores, pero que sí los ponga en contexto. Alfonsín sabía de qué se trataba este juego democrático: le pido perdón por no haberlo comprendido en su momento. Hoy tengo la intuición de que sin un líder de su envergadura que se adentre en esos territorios generales e inciertos, sin alguien que conduzca despojado de complejos y enamore con su persuasión, nuestro país seguirá lleno de espejismos y frustraciones en este callejón sin salida.
© LA NACION.